viernes, 5 de abril de 2013

¿USÓ EL BRONCE FINAL/HIERRO IBÉRICO LOS JUEGOS DE SEMILLAS COMO AÚN HACEN LAS TRADICIONALES CULTURAS AFRICANAS?

1. Bandeja pintada de Mengíbar, Jaén. © A partir de Pachón y Carrasco (2005: Gráf. 1 y Lám. 1) y el dibujo original de Cayetano Aníbal.


De sobras es conocido el interés por el juego entre las sociedades antiguas (Huizinga, 1951; Finkel, 2007),  pese a que su incidencia y conocimiento en las distintas partes del mundo ha sido muy diverso, dependiendo básicamente del estado de las investigaciones en cada sitio, así como de los hallazgos arqueológicos que hayan podido relacionársele. En el mediodía de la Península Ibérica, las culturas locales del Bronce Final pudieron llegar a conocer ciertos juegos de semillas, que podrían haberse integrado en los más genéricos juegos sociales de mancala (http://atil.ovh.org/noosphere/mancala.php), un entretenimiento de uso corriente en sociedades agrarias primitivas que aún pervive entre la inmensa mayoría de las poblaciones africanas (http://www.gamesmuseum.uwaterloo.ca/Archives/Culin/Mancla1894/index.html), en particular las sub-saharianas y las de la costa atlántica, más especialmente; aunque también se conoce ampliamente extendido en vastas zonas de Asia y de Próximo Oriente, estando en la actualidad arraigado igualmente en el continente americano, probablemente por su importación a través de las poblaciones esclavas procedentes originariamente del continente africano.
Pero la ampliación cronológica de la utilización de este tipo de juegos en la Península Ibérica podría tener ahora sentido, extendiendo la referencia hasta principios del primer milenio a.C., o incluso un poco antes; gracias a la nueva relación que podemos plantear, a tenor de antiguos hallazgos arqueológicos que comienzan a cobrar un nuevo sentido bajo la interpretación que aquí esbozamos. En este sentido, hace algunos años publicamos algunas recuperaciones arqueológicas cerámicas que podrían datarse en el Bronce Final o en los inicios de la Edad del Hierro y que, en conjunto, pudieron también relacionarse con el fenómeno orientalizante (Pachón et al. 1986; Pachón y Carrasco, 2005: gráf. 1 y 4, lám. 1), aunque sin olvidar que sus caracteres formales y estéticos también aludían a un sustrato cultural arraigado igualmente en el mundo prehistórico precedente (imágenes 1 y 2).
Esta posición no permitía hacer una fácil paralelismo con las cerámicas pintadas más conocidas del mediodía peninsular. Nos referimos al conjunto alfarero de El Carambolo, donde las soluciones pintadas eran mayoritarias  (Ruiz Mata, 1984-1985; Casado, 2003), aunque las bajas cronologías que tradicionalmente venían aplicándose a estas producciones dificultaban una contextualización más o menos sincrónica con aquellas, tanto en lo cronológico como en lo cultural. En tiempos más recientes, los últimos análisis científicos sobre el propio yacimiento sevillano de El Carambolo han matizado suficientemente una más alta fechación (Escacena et alii, 2007), acorde con grupos semíticos de la primera colonización en la Baja Andalucía, a los que cabría achacar, al menos en parte, la responsabilidad o una importante influencia en estas producciones cerámicas tan singulares. De todos modos, no es este el lugar para extendernos más profundamente en un debate que, en muchos aspectos, sigue aún abierto (Fernández y Rodríguez, 2005).

2. Bandeja lisa de Mengíbar, Jaén. © A partir de Pachón y Carrasco (2005: Gráf. 4) y el dibujo original de Cayetano Aníbal.


Sin embargo, en El Carambolo, su producción alfarera pintada no muestra motivos figurativos  (Buero Martínez, 1984: fig. 4 y 1987: 36) del calibre que nuestra primera bandeja ofrece. Por ello. la única serie ornamental que pudiera parangonarse en esta serie con la decoración de la cerámica de Mengíbar sería solo el motivo de eses (guilloche) que en nuestra primera bandeja (imagen 1) delimita el reborde de las seis cazoletas existentes. Sin embargo, los motivos floreados que se disponen en el fondo de esas mismas cazoletas serían un elemento divergente respecto de El Carambolo; por ello, desde un principio se interpretó esta decoración más en consonancia con el mundo ornamental de las producciones orientalizantes, o de su esfera de influencia. Desde luego, tampoco se han encontrado en el conjunto sevillano indicios que permitan formalizar ningún otro parangón en los aspectos formales de las vasijas cerámicas de uno y otro sitios.
Las primera interpretaciones que conseguimos argüir al respecto, no diferían mucho del habitual punto común al que recurrían los arqueólogos y prehistoriadores, cuando desconocían la concreta funcionalidad de los materiales en estudio. Situación que, en la mayoría de los casos, se cerraba con una conclusión bastante baladí y que no era otra que clasificarlos elementos analizados, como objetos rituales con una inespecífica utilidad. Aspecto sobre el que luego volveremos.
Con independencia de las concretas decoraciones superficiales de estas bandejas, lo interesante es la conformación tipológica de las mismas, que son las que podemos acabar relacionando con los juegos agrícolas que se han señalado al principio. Las dos bandejas cerámicas que aparecen en nuestras ilustraciones procederían de la misma zona andaluza de la provincia de Jaén, Mengíbar. Son dos bandejas de forma inédita dentro de los corpora cerámicos más conocidos en torno al tránsito entre el II/I milenios a.C., con paralelos exclusivos en Cástulo: así ocurre en su necrópolis de los Patos, donde un recipiente similar solo conservaba tres del conjunto total de las cazoletas originales (Blàzquez, 1975a: 110, fig. 53: 25, lám. XIIL: 4). Por otro lado, existe otro fragmento que debe pertenecer al espacio intermedio entre cazoletas/platillos de este mismo tipo, pero que se recogió en la Muela, aunque sus excavadores lo incluyeran en un grupo cerámico revestido de almagra, pero diferente al pintado (Blázquez y Valiente, 1981: fig. 56:479). También en La Muela se han detectado bordes de platillos con decoraciones pintadas, parecidos a los de nuestro primer ejemplar, por lo que nos parece que han de corresponder a casos idénticos (Ídem, 1981: fig. 19:12 y 73: 630).
Consideradas estas semejanzas, no hemos alcanzado a conocer paralelos indígenas, ni foráneos, que permitan una articulación cronológica de estos característicos vasos, aunque la única realidad conocida, que procedería de la tumba XIX de Los Patos, no arroja ninguna asociación con productos cerámicos a torno. Esta circunstancia es muy significativa, porque podría constituir una base para argumentar una teoría razonable sobre la aparición de estos artículos, previa a la llegada de los elementos fenicios; aunque, sin olvidar que los paralelos de La Muela esbozan una línea que disiente de esto, así como las comparaciones que se derivan de las decoraciones pintadas y que trataremos de exponer.
Pese a estar considerando formas prácticamente idénticas, un caso aparte debe considerarse la bandeja pintada  (imagen 1), respecto de la cual, el ejemplar liso (imagen 2), al no presentar un sólo vestigio pintado, debe excluirse deliberadamente de un análisis ornamental. Así, la decoración conservada ya sabemos que se basa en el empleo de una serie de trazos en color blanco sobre un baño general de almagra, que recibió la vasija en la superficie que iba a adornarse: en este caso, la parte superior. Tal particularidad ofrece un carácter distintivo en relación al resto del material que puede considerarse, y que –en cualquiera de los casos– nunca recibió ni aguada de almagra ni pintura blanca.
Sin considerar, entonces, la forma que indudablemente es un referente distanciador, encontramos una técnica similar en la decoración de un fragmento cerámico procedente de la provincia de Córdoba, en la Colina de los Quemados (Luzón y Ruiz Mata, 1973: 17, lám. XV: b, c, d.) que, aunque sobre un recipiente indígena, ofrece un ornamento blanco cubriendo una base roja. Un motivo más complejo, que no solo incluye pintura blanca sobre el fondo rojo, sino que también se alternan con otros trazos amarillos (Bonsor, 1889; Amores, 1982), estaría en un vaso de la Cruz del Negro, en el entorno de Carmona, en la provincia de Sevilla. De un modo similar, de otro yacimiento no muy alejado de los ejemplos anteriores, deberíamos situar el fragmento de Cerro Macareno (Pellicer et alii, 1983: 74 ss.), también en tierras sevillanas, pero ahora es una decoración de color amarillo la que se extiende sobre el fondo bañado de almagra.
En base a esta técnica pictórica, con independencia de las pequeñas variaciones, podemos presumir que estamos ante productos que deben proceder de idénticos ambientes culturales; hecho que demostraría la misma circunstancia de estos últimos hallazgos, asociados siempre a producciones torneadas. Igualmente, la inexistencia de estos vasos en ambientes previos al torno podría estar indicando ya un jalón cronológico sobre la que bascular su inicio: alrededor del impacto colonial fenicio, o muy poco después. Tal situación contextual permitiría paralelizar estas recuperaciones cerámicas, total o parcialmente, con otros conjuntos pintados como los de Medellín (Almagro-Gorbea, 1977: 313 ss., figs. 115-116, lám. LXVIIL: l); donde, además, encontramos una clara asimilación del torno de alfarero por parte del mundo indígena, adaptación que debió producirse en un momento algo posterior a la arribada fenicia y que se ha situado —muy aproximativamente— en el siglo VII a.C. (Ídem, 1977: 454 ss. y 460).
Estas circunstancias coinciden con los paralelos que para la cerámica de Mengíbar, que aquí mostramos, encontramos en el sitio de Cástulo, donde ya dijimos que aparecieron restos pintados semejantes al nuestro. Tanto sobre vasos abiertos,  como cerrados, pero conformando unos paralelos que procederían de los niveles de habitación del poblado indígena de La Muela y que fueron fechados en los siglos VIII/VII a.C., junto con importaciones a torno. No obstante, no se trata de las únicas referencias que permiten cotejar nuestros recipientes.
Existen otros paralelos, no por la forma, pero sí por la técnica decorativa e incluso por los motivos empleados en la misma. Partamos del hecho de que en la bandeja (imagen 1) aparecen tanto elementos decorativos en S, como florales, lo que nos lleva a los únicos motivos naturalistas conocidos de estas cerámicas pintadas. Un hecho personalísimo que podría enlazar con lo conocido en el grupo de Medellín, al margen de las coincidencias que podrían encontrarse en la cerámica monocroma procedente del Bajo Guadalquivir, pero que creemos compondría un fenómeno totalmente aparte. Los motivos pintados vegetales enlazan con otros que provienen tanto de Extremadura, como de la misma Cástulo, concretamente de la necrópolis del Estacar de Robarinas, dados a conocer por Antonio Blanco Freijeiro (1965) y, posteriormente, por José M.ª Blázquez (Blázquez y Valiente, 1982: figs. 19: 42 y 35: 214).  En esta necrópolis se recogieron unas urnas funerarias realizadas a torno, pero que ofrecen una decoración pintada superficial, de idéntica factura a las que muestran nuestra imagen.
Desde un punto de vista cronológico, podemos también apoyarnos en las composiciones figurativas de estos ornamentos cerámicos. Los motivos de meandros de la bandeja de Mengíbar existen en cerámicas torneadas procedentes de esos sitios arqueológicos de La Muela y del Estacar de Robarinas (Ídem, 1982: Abb. 7: derecha), pero también se han encontrado en restos de vasos facturados a mano del cercano sitio de La Muela (Ídem, 1981: figs. 33: 201 y 73: 630; Blázquez et alii, 1985; figs. 151: 18), lo que debe indicar un antecedente claro de este tipo de contenedores frente a los paralelos torneados que se han indicado previamente. Bajo estos presupuestos, si las cerámicas orientalizantes andaluzas pintadas y torneadas con motivos naturalistas y vegetales se pueden fechar en el siglo VII a.C. (Chaves y Banderas, 1983: 142; Pachón et alii., 2005), nada nos impide aproximarnos a un siglo VIII a.C. para los ejemplares a mano, como podría ocurrir con nuestras bandejas, si no son anteriores y de pleno horizonte prehistórico previo a lo fenicio. La aparición del rosetón sobre el fondo de los platillos en el recipiente de Mengíbar podría incluso interpretarse como la trasposición de los motivos geométricos estrelliformes anteriores, ante el nuevo naturalismo aportado por la moda orientalizante, posiblemente antes de que hicieran acto de presencia otros elementos decorativos, probablemente más característicos del nuevo momento, como las flores de loto que sí se conocen ya en Robarinas (Blázquez y Valiente, 1982: fig. 3a) y que podrían estar apuntando hacia un momento posterior, influido directamente por las aportaciones llegadas del Mediterráneo Oriental (Blázquez, 1975b: 110 ss., fig. 35).
Finalmente, haciéndonos eco del título con que encabezamos esta entrada, quedaría por concretar la funcionalidad que tuvieron los recipientes cerámicos de cazoletas múltiples que se muestran. Para ello, tampoco debemos olvidar el interés que representa la vieja interpretación  basada en el prejuicio de una utilidad desconocida e inalcanzable de estos objetos, que era la que condujo a muchos investigadores de antes y de ahora a mantener una lectura en la que ciertos ítems, y estas bandejas de modo particular, se han relacionado con prácticas rituales de diversa índole. En unos casos, se trató de una posición que encontraba apoyo en la constatación arqueológica de ciertos espacios cultuales, como el que se descubrió  en Cástulo —en los lugares de los hallazgos que hemos relacionado— de un santuario (Blázquez, 1983: 76 ss.; Blázquez y Valiente, 1985: 179 ss.) y de las conocidas necrópolis que se le relacionaron como la de los Patos. Si, además, el santuario puede emparentarse con hábitos traídos o relacionados con el mundo oriental (Blázquez et alii, 1984: 241 ss., 246 ss.; Blázquez y Gelabert, 1985), es muy posible —como ha venido afirmando Blázquez— que estas producciones pintadas (bandejas y sus decoraciones) sean atribuibles al mundo fenicio, directa e indirectamente, así como al de su periferia cultural y cronológica.
No obstante, esa constatación funcional, que razonablemente se establece a partir de paralelos arqueológicos, formalizaciones tipológicas y composiciones ornamentales adscritas al fenómeno orientalizante, llegando a penetrar en el trasfondo autóctono de los epígonos del Bronce Final y  explicando puntualmente las características que se han destacado en nuestras bandejas, no es óbice para que también podamos asociarlas a otras actitudes igualmente culturales. Entre ellas cabría considerar  la posibilidad de que estos vasos hubiesen servido como soporte para determinados juegos, tal como puede rastrearse entre algunos pueblos de Etiopía que sabemos utilizan bandejas similares —mayormente de madera— y que ofrecen un variable número de receptáculos, o entre los azande del noroeste del Congo. En algunos pueblos  clásicos  (Mauss, 1971: 154 ss., fig. 36E) se utilizaban estas bandejas para ofrendar a los dioses los primeros granos de las cosechas.
En Europa, este tipo de juegos se conocería desde etapas más antiguas, al igual que en otras zonas del mundo, donde parece que ya podría haber sido corriente, posiblemente desde el Neolítico (Schädler, 2007; http://www.tradgames.org.uk/games/neolithic-games.htm), explicando la íntima relación que tales divertimentos tenían, y lo siguen teniendo, entre quienes forman parte de las comunidades con economías fundamentalmente agrícolas. El uso de estos entretenimientos llegó a estar muy extendido, geográfica y cronológicamente, hasta alcanzar tiempos romanos (Schädler, 1998; Voogt, 2010), momento en que ya debían estar muy implantados en la Península Ibérica, aunque lo más habitual parece que fueron los juegos sobre tableros planos y diseños más acordes con el tradicional ‘tres en raya’, pero sin faltar otros de cazoletas como se conocen en lugares tan emblemáticos como la propia Augusta Emerita (Hidalgo y Costas, 2008; Hidalgo, 2013) y de donde hemos obtenido la fotografía que adjuntamos (imagen 3).

3. Tablero marmóreo de juegos romano con cazoletas procedente de Mérida. © A partir de una foto original de J.M. Hidalgo.

      Esto supondría una general utilización en este tipo de juegos, que no solo se adscribirían hasta tiempos de la antigüedad clásica, sino que hubo de prolongarse a lo largo del periodo visigótico y de los inmediatamente posteriores (Abad Casal et al., 2000: fig. 17A; http://juegosdetablerosromanosymedievales.blogspot.com.es/2008_06_01_archive.html), por lo que no debería extrañarnos lo más mínimo su más exhaustiva constatación en época medieval islámica  (http://mancala.wikia.com/wiki/Andalusian_mancala_boards), donde encontramos soportes de juego de una gran elaboración y materiales muy lujosos como el marfil, presente en una caja de juegos conservada en Burgos (imagen 4).

4. Caja ebúrnea califal de juegos del Museo Provincial de Burgos. A partir de http://www.oronoz.com.

Con el paso del tiempo este tipo de juegos fue perdiendo interés en las sociedades occidentales hasta su práctica desaparición, pero hallazgos arqueológicos como el destacado de las dos bandejas de Mengíbar y los otros vestigios residuales de Andalucía Orienal, que aquí hemos destacado, contribuirán a comprender mejor cómo su uso se remonta en la Península Ibérica a tiempos prehistóricos, habiendo estado presente en el Bronce Final y el Orientalizante a través de tableros cerámicos no faltos de una estética muy cuidada. Su desaparición en estos territorios contrasta con su permanencia en sociedades que han mantenido una mayor impronta de los modos de vida tradicionales, especialmente agrícolas. Pero esta relación con una economía, más o menos de susbsistencia, tampoco anularía la posibilidad de que en origen estos hábitos también hubiesen estado relacionados con ideas más abstractas que pudieron arraigarse con la concepción del mundo y las creencias religiosas.


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