En el último número de Cuadernos de los Amigos de los Museos de Osuna, 18 (diciembre 2016), pp. 61-68, hemos publicado una referencia sobre un antiguo hallazgo de unas pinzas caladas de bronce de origen ibero-turdetano que, por las evidencias que acompañaron su localización, permiten atribuir al yacimiento de la antigua Osuna la situación de una de las necrópolis prerromanas. Un dato muy interesante, al permitir completar el paisaje funerario de la importante ciudad turdetana.
Página primera de la publicación
Para una mejor lectura del mismo, publicamos ahora, literal y completamente, el contenido de la aportación (https://www.researchgate.net/publication/311909880_PINZAS_METALICAS_CALADAS_DE_LA_NECROPOLIS_IBERO-TURDETANA_DE_LAS_ALCAIDIAS_OSUNA):
PINZAS METÁLICAS CALADAS DE LA NECRÓPOLIS IBERO-TURDETANA DE LAS ALCAIDÍAS, OSUNA.
JUAN A. PACHÓN ROMERO
Arqueólogo
1. Zona arqueológica a oriente de Osuna, con la situación de algunas de las localizaciones clásicas de la arqueología del yacimiento. (A partir de la imagen del vuelo americano de 1956).
No hace demasiado tiempo, con motivo de una aportación en estas mismas páginas sobre el hallazgo de elementos de un carro orientalizante o derivado (Pachón, 2011), aludíamos a los restos de una de las necrópolis donde se enterraron los difuntos de la pretérita Osuna, en tiempos ibero-turdetanos, al noreste de la muralla Engel/Paris. Así completábamos la información sobre los espacios funerarios de ese momento que ya habíamos considerado en una anterior entrega en idéntico espacio editorial, en la que analizábamos la posibilidad de una dualidad habitacional en la pretérita Osuna, precisamente entre los lugares del cerro de La Quinta y Los Paredones (Pachón, 2009). La idea, giraba en la posibilidad de que el espacio intermedio entre aquellos dos altozanos podría haberse ocupado por un área necropolar que podría extenderse entre los límites más al este de la ladera oriental del cerro de Los Paredones y la sur occidental del de La Quinta. Los vestigios arqueológicos podrían evidenciar cómo esa necrópolis se ubicaría en las cotas más bajas de esta última elevación toponímica y que pudiera alcanzar –al menos– hasta la zona meridional del entorno del muy conocido Baño de La Reina, que se localizaría en una cota más elevada respecto del terreno más bajo que se extiende hacia el sur. Exactamente ahí, en el cambio de vertiente que encontramos hoy a la derecha del barriada de la Farfana Alta y esa pequeña plataforma del baño/impluvium citado, se produjo el hallazgo con el que iniciamos el título de este trabajo (Fig. 1 y 2: 1). Todo ese espacio se ha venido llamando con alguna imprecisión ‘Alcaidías’, pero indefinición aplicable a la verdadera extensión de la necrópolis que indicamos. Bien es verdad que, en esa catalogación necropolar, contamos con hallazgos muy escasos, básicamente superficiales, mientras la documentación disponible sobre los mismos resulta también bastante limitada. Así, tampoco es seguro que la totalidad de la superficie necropolar fuese de un extremo al otro de los dos puntos señalados, pues faltarían hallazgos contrastados en los espacios intermedios, aunque ello sería lo más lógico y deberían comprobarse en un futuro si se acometiese una intervención arqueológica al efecto. De hecho, sí sabemos que la franja inferior (occidental) de la plantación que vemos a la izquierda de la imagen (Figura 1), compuesta por unas hileras de olivar con orientación de noreste a suroeste, señalaría el límite con un espacio de tierra calma más oriental, donde en la década de los sesenta del siglo pasado ya se habían levantado algunas plantaciones de olivos y se estaban introduciendo sistemas de labor agrícola profundas, que sacaban a la luz esporádicos restos cerámicos, conformados por fragmentos de vasijas y fondos hundidos típicamente ibéricos o ibero-turdetanos, pero de filiación claramente funeraria.
2. Zona arqueológica del yacimiento, según una imagen de Google earth del año 2004, en la que se indica el lugar del hallazgo de las pinzas estudiadas.
La unión de este espacio con el del hallazgo de las pinzas de bronce (Figura 2) que nos ocupa (Pachón, 2002: fig. 13), en una zona donde nunca han sido demasiado abundantes otras recuperaciones arqueológicas superficiales, que sí lo son en otros ámbitos claramente habitacionales del resto del yacimiento, supone también un indicio añadido de que toda esa zona pudo tener un uso necropolar antiguo, enlazando el área propiamente de Las Alcaidías con las laderas perimetrales de La Quinta, donde se recogieron los fragmentos de las urnas funerarias que antes indicábamos. Tampoco es importante que en esta amplia zona pudieran existir igualmente elementos estructurales y materiales posteriores de época romana, ya que estamos hablando de un ámbito mortuorio prerromano que pudo usarse más tarde como lugar de extensión del área urbana de la colonia, superpuesta a la precedente funeraria. En este sentido, es indudable que el arrasamiento de las posibles construcciones o derrubios romanos haya acabado mostrando los restos de algunos de los rellenos inferiores, por ende, más antiguos que los que se les acabaron superponiendo.
3. Pinzas ibéricas caladas de las necrópolis de La Serreta de Alcoy, Alicante (1); La Osera en Chamartín, Ávila (2); Las Alcaidías de Osuna, Sevilla (3) y Los Torviscales de Fuente Tójar, Córdoba (4).
© Museo de Alcoy (https://www.alcoi.org/es/areas/cultura/museo/colecciones/coleccion_0005.html#prettyPhoto[cultura_iberica]/18/); MAN (Inv. 1968/81/I/T.D/I/3); J.A. Pachón Romero y D. Vaquerizo Gil, respectivamente.
ANÁLISIS COMPARATIVO
Las pinzas que traemos a colación (Fig. 3: 3) son un instrumento metálico compuesto por una fina lámina de hierro, o cobre/bronce, doblada por su mitad, reservando un espacio hueco en la doblez y flexionando el borde abierto exterior de ese hueco para conseguir un fleje con la suficiente tensión mecánica con la que el resto de la lámina doble restante (brazos o palas) pueda mantener sus bordes abiertos y permitir una presión suficiente para unirlas y sujetar lo que se quiera manipular entre ellas, como todavía hoy se hace con las pinzas modernas de depilar o de funcionalidad diferente.
Aunque desde la antigüedad hubo pinzas similares a las actuales de uso higiénico, las que estudiamos son de mayor dimensión y, en este caso concreto, se muestran con la suficiente anchura en sus brazos como para permitir la presencia de determinadas decoraciones caladas en el metal. Este último detalle las diferencia no solo de las pinzas lisas que son las más abundantes, sino de muchas otras que decoraron la superficie de los brazos con otros elementos sin calar, como lo fueron básicamente el grabado y el repujado. Otras soluciones estéticas con técnicas más complejas, como la incrustación y la mezcla de materiales diversos, han sido más opacas para la investigación arqueológica, ya sea por la escasa incidencia de su uso en estos utensilios, o porque reservaron su empleo para la orfebrería en objetos menos utilitarios y de mayor ornato personal (De la Bandera, 1989) y en otros elementos del resto de la metalistería (Jiménez, 2002) que también eran bastante más suntuarios. La pinza calada de Osuna, como algunas otras similares, conjugaron ese calado con líneas punteadas alrededor de los mismos.
Muchas de las pinzas se han conservado incompletas, pero las que mantienen todos sus elementos presentan embutida en el cilindro superior una argolla irregular (Fig. 3: 1, 2 y 4). Formada por un cordón de sección cilíndrica del mismo metal, constituye un elemento de sujeción para colgarlas, mientras que su perfil es piriforme en la mayor parte de los casos constatados. Es probable que fuese un aditamento genérico en cada espécimen, por lo que su ausencia en ciertos ejemplares podríamos achacarlo a las propias vicisitudes vitales del mismo, como pudo ocurrir con el ejemplar de Osuna, aunque tampoco sea el único conocido.
Otra cuestión es la contextualización de las pinzas metálicas analizadas, elemento fundamental a la hora de su valoración cronológica y cultural, ya que en el caso de Osuna, cuya recuperación fue totalmente aislada, es imprescindible su cotejo con otros hallazgos mejor conocidos, de los que deducir su más adecuada conceptualización.
En la Península Ibérica, las pinzas son conocidas desde fines del Bronce, como hemos podido constatar directamente en nuestras excavaciones en el Cerro de la Mora (Moraleda de Zafayona, Granada); y como también se comprobó en el cercano yacimiento de Cerro de los Infantes, en Pinos Puente, Granada (Mendoza et al., 1981: 178, fig. 12d). Aunque para ese momento, los ejemplares son de muy pequeño tamaño, siempre de cobre/bronce y caracterizadas a veces por la presencia de un pasador metálico, que mantenía las aletas cerradas cuando estaban sin uso. En ese contexto, tampoco ha sido inhabitual verlas representadas en estelas decoradas de ese mismo momento (Díaz-Guardamino, 2012), formando parte de lo que se ha interpretado casi siempre como el ajuar-tipo de los guerreros de la época. Este dato es importante, habida cuenta de que, cuando se alcance la época ibérica, las pinzas también acabaron formando parte de ajuares funerarios específicamente guerreros, con independencia de su incidencia en distintas áreas sociales y económicas.
Relacionado, directa o indirectamente, con esta época de finales de la prehistoria,también estuvieron presentes tales artilugios en época tartésica (Torres, 2008: 540-41), tal vez coincidiendo con las representadas en las estelas decoradas, como puede verse en alguno de los recientes hallazgos funerarios de La Angorrilla en Alcalá del Río, Sevilla (Ferrer y de la Bandera, 2014: 477-480), donde su presencia se reparte entre los ejemplares broncíneos y los de hierro, al amparo ya de las influencias tecnológicas derivadas del contacto con el mundo fenicio. Aunque estas pinzas, al menos por lo que conocemos, eran de pequeño tamaño y perduraron tiempo después hasta momentos púnicos, ibéricos y posteriores.
De un momento intermedio, por poner un ejemplo más, estarían también algunas pinzas que se recuperaron en una necrópolis de filiación fénico-púnica, datable al menos en el siglo VI a.C. y que se localizó en el sitio del Cortijo de las Sombras, en el municipio malagueño de Frigiliana (Arribas y Wilkins, 1969: 221, 234; figs. 5: 3.3 y 8: 4), también en bronce, aunque la importancia de tales objetos debía estar aumentando, si consideramos que las dimensiones ya sobrepasan los 6 cm. Probablemente en este momento ya debieron hacerse corriente las producciones en otros metales como el hierro, cuyo uso se había venido extendiendo desde el inicio de la presencia fenicia en el sur peninsular y hemos comprobado en espacios necropolares de estos momentos, o de su periferia cultural previa, como en los ajuares funerarios tartésicos de la necrópolis ya citada de La Angorrilla.
Pero, pasando a tiempos ibéricos, es cuando la producción de pinzas alcanza su estadio más llamativo, al alcanzarse dimensiones de cierta prestancia, así como decoraciones que superaban el uniforme horizonte estético de los ejemplares lisos. Para ello, debe entenderse que el tamaño no podía ser algo baladí, sino algo buscado para disponer del suficiente espacio ornamental. Esto no supuso un abandono de los modelos más sencillos, pero sí una variabilidad dimensional y decorativa que hace de este momento el más interesante desde el punto de vista del diseño decorativo, como puede apreciarse en las pinzas reunidas para nuestra tercera imagen.
En tiempos ibéricos, la relación de ciertas pinzas con contextos arqueológicos cerrados ha permitido, no solo detallar más significativamente la cronología de algunos de sus representantes, sino articular una explicación de las mismas dentro de la sociedad ibérica, donde debieron alcanzar una importante significación para algunos grupos sociales de este periodo prerromano. Así, ha sido habitual contextualizar bastantes pinzas en ajuares funerarios, en los que la presencia de armas aluden a conjuntos estrictamente guerreros, para los que esas pinzas debieron significar algo. Indudablemente no podemos considerarlas un elemento más de la panoplia de los iberos (Sandars, 1913), por lo que no han sido destacadas en ese sentido por ninguna de las referencias más paradigmáticas disponibles (Quesada, 1997), ya que no son -evidentemente- un arma, pero sí merecería destacarse su abundante permanencia funeraria entre ellas.
Desde nuestro punto de vista, esa incidencia de las pinzas en tumbas de guerreros debe responder a alguna razón, aunque tampoco debe entenderse por ella que estos utensilios solo aparezcan en espacios fúnebres, ya que también han sido habituales en los poblados. De la misma manera, tampoco son exclusivas de los enterramientos las armas iberas, sino que su representación en los hábitats también ha venido siendo debidamente destacada (Quesada, 2010). Sí parece más evidente que los ejemplares muy decorados, como estos que aquí señalamos, con calados en sus brazos, podrían haber tenido una consideración elevada, apropiada al prestigio que los guerreros alcanzaron en la época, por lo que su presencia en tumbas con ajuares donde es constante la inclusión de armamento harían valer aquella relación.
Tomando como referencia los hallazgos de la necrópolis de El Cigarralejo (Cuadrado, 1987), que luego completaremos con la referencia de los otros casos decorados, encontramos unas pinzas caladas parecidas a algunas de nuestra figura 3. Se encontró en la tumba nº 1 de la necrópolis murciana, acompañada de una falcata, una punta de lanza, una fíbula anular de bronce, otras pinzas lisas con argolla y una urna cerámica pintada con los habituales ornamentos geométricos ibéricos (Fig. 4). Aquí es indudable su relación con contenidos ajuáricos propios de un guerrero, en una sepultura datada en la primera mitad del siglo IV (375-350 a.C.) y cuya similitud con las pinzas decoradas de Osuna y, más aún, con la de La Osera, es evidente. Lo peculiar de la tumba con la presencia de un par de pinzas, caladas y lisas, relacionadas con un guerrero ibero, es una circunstancia para considerar, aunque en este cementerio no es única.
4. Ajuar de la tumba nº 1 de El Cigarralejo (pinzas: 5-6). A partir de un original de E. Cuadrado (1978: fig. 26).
Hay otras pinzas caladas en esta necrópolis, pero la posible relación de otro ajuar de guerrero con un ejemplar liso es puesta en solfa por los excavadores del cementerio, al indicar la imposibilidad de separar claramente los contenidos de las tumbas 53 y 54 (Cuadrado, 1978: 167), en las que (concretamente la última) se asoció bajo esa circunstancia otro conjunto de armas con una fíbula lisa que, dadas las condiciones del hallazgo, no podemos considerar fiablemente en este debate.
De todos modos, los ejemplares lisos del Cigarralejo amplían su distribución social en la necrópolis. Así, encontramos hallazgos en tumbas de posibles guerreros o incluso en enterramientos claramente femeninos. Esto ha ocurrido en varias ocasiones, como se constata en la tumba 100 (Cuadrado, 1978: 233-234), que sus excavadores indicaron también de guerrero, pero igualmente con reservas y conteniendo dos pinzas de regular tamaño (Fig. 5); en cambio, en las sepulturas 133 y 281 (Cuadrado, 1978: 282-283, fig. 112; y 489, respectivamente) con sendas pinzas lisas, la primera pequeña y la segunda más grande, de hierro, se estimó que correspondían a individuos femeninos y, evidentemente, sin ninguna relación castrense. Estos últimos cuatro ejemplares de pinzas lisos, también tendrían una cronología similar a la que antes indicamos para la primera tumba referida, dentro de la cuarta centuria a. C.
5. Tumba 100 de El Cigarralejo con sus dos pinzas lisas (1 y 2). A partir de un original de E. Cuadrado (1978: fig. 90).
Quedaría aún otra tumba más (nº 312) con pinzas lisa, muy pequeña, que apareció asociada en este caso a un enterramiento de guerrero, en el que el ajuar incluía un escudo, del que se conservaba la manija de hierro, otra falcata, un pequeño vaso cerámico, una fíbula anular de bronce y una punta de lanza. Todo un conjunto de clarísima raigambre militar, que fue fechado en el primer cuarto del siglo IV a.C. (Cuadrado, 1978: 525, fig. 228).
Finalmente, alcanzando una época, ligeramente más reciente, probablemente de fines del siglo IV o primera mitad del III a.C., también en El Cigarralejo, existe otra tumba que de nuevo contenía una pinza calada, algo deteriorada, con una aparente decoración menos historiada que la primera, pero que también perteneció a un guerrero (Fig. 6). Se trata de la sepultura 283 (Cuadrado, 1978; 492), en la que el contenido de armas de hierro es abrumador por su falcata, asa de escudo, regatones y puntas de lanza y venablo. Junto con la primera de las sepulturas de esta necrópolis, ambas característicamente guerreras, la presencia de las dos pinzas caladas del yacimiento, estaría apoyando la tesis de que este tipo decorado pudo conformar un ítem con valor añadido, que pudiera haber funcionado como elemento de prestigio, asociado a determinados grupos de importancia social como fueron los guerreros en el mundo ibero y, especialmente, con ciertos de ellos. Pero la ausencia en el Cigarralejo de ejemplares calados, fuera de estos enterramientos de guerreros, parece proporcionar igualmente una prueba de que la relación de los grupos armados iberos con este tipo de pinzas no debió ser algo casual. Una asociación que podría sustentarse también con algunos de los otros ejemplos que aquí reunimos.
6. Tumba de guerrero de El Cigarralejo con pinzas caladas (nº 7). A partir de un original de E. Cuadrado (1987: fig. 213).
Esta evidencia que asimila pinzas caladas y guerreros se hace patente también fuera del ámbito ibérico, pero indudablemente como reflejo de una ósmosis cultural que lo ibero ejerció sobre otros pueblos indígenas peninsulares de la Meseta Norte. Es el caso de las pinzas de la Osera, donde se recuperó el ejemplar recogido en la figura 3, procedente de la tumba 1241, así como el fragmento de otra, de similares características de la sepultura 1297. Ambas estaban inéditas desde las excavaciones de 1932/1933 por J. Cabré (Cabré et al, 1932 y 1950), hasta que fueron publicadas a fines del siglo pasado (Cabré y Morán, 1990). Su morfología decorativa encaja con el caso de Osuna y de Cigarralejo-1, explicándose este hallazgo tan septentrional (Ávila) por las relaciones comerciales de los pueblos vettones con las regiones más meridionales ibéricas. En este caso, los ajuares de referencia abundarían igualmente por una cronología cercana a los ejemplos anteriores, que en este caso se centró en el segundo cuarto del siglo IV a.C.
Pero no queremos olvidar tampoco, cómo la Meseta ofrece otras muestras de pinzas lisas que también aparecieron con ajuares típicamente guerreros, lo que abundaría en nuestra teoría y cómo esa relación pudo extenderse entre poblaciones que no fueron estricta y culturalmente iberas. Nos referimos, entre otras, a las pinzas necropolares de la provincia de Soria: en Quintanas de Gormaz, con dos ejemplares respectivamente de hierro y bronce (Schüle, 1969: taf. 32,15 y taf: 60,7); otras dos de bronce de La Mercadera, tumba 51 (Schüle, 1969: taf. 49, 10-11). Además, de otra en bronce de Ávila, (Las Cogotas), en la sepultura 383 (Schüle, 1969: taf. 115: 21).
Pero con aquellas últimas pinzas decoradas de La Osera se cierra el conjunto, morfológica y decorativamente uniforme, de representantes peninsulares de pinzas que conocemos con calados ornamentales similares, entre los que las fórmulas estéticas más cercanas solo coinciden en Cigarralejo, Osera y Osuna, con el aliciente de que la pieza sevillana es, de las tres, la única que conserva el diseño completo de tallos vegetales curvos y las dos medias lunas caladas en los extremos, una de las cuales falta en los hallazgos murciano y abulense. En Andalucía, es el caso de Osuna el único que conocemos de estas características estéticas, ya que el otro ejemplar reconocible, el procedente de Fuente Tójar (Fig. 3: 4), solo basa su composición geométrica en formas arriñonadas, también caladas, pero conformando un diseño cuadrangular más simple de motivos opuestos, que trasladan sus curvas al borde de los brazos. Estas pinzas proceden de una tumba (Vaquerizo, 1986a), menos espectacular que sus homólogas murcianas; pero su contenido (Fig. 7) fue suficiente como para arriesgar una cronología que también podría alcanzar los siglos IV/III a.C. (Vaquerizo, 1986b). La problemática de esta sepultura es que sus investigadores hablan de una deposición múltiple, a la que le dan una mixtura femenina/guerrera que no permite tan claramente la asociación castrense que parece desprenderse de las pinzas caladas de El Cigarralejo.
7. Ajuar fúnebre ibero con pinzas caladas de Los Torviscales de Fuente-Tójar, Córdoba (Vaquerizo, 1986a: 43).
Por otra parte, quedaría el caso aún más singular de las pinzas caladas de la zona oriental peninsular, concretamente la procedente de la necrópolis ibérica del asentamiento de la Serreta de Alcoy (Cortell et al., 1992: 111, fig. 17, 4) que recogemos también en nuestra figura 3:1. Las pinzas se recuperaron, en este caso, en la tumba 11 de ese cementerio, donde también fue fácil su relación con una sepultura de guerrero, por la presencia de falcata, lanza, manija y umbo de escudo (Prats, 1993; Aura y Segura, 2000: 210), que no solo justificarían esa adscripción, sino que aludirían a un enterramiento de indudable prestigio de un personaje militar muy reconocido, al tiempo que explicaría esas originales pinzas, la más ricamente decorada con calados de todas las que hemos podido conocer. Un extraordinario carácter del enterrado, como acusa la profusa decoración del propio elemento central del escudo, también de bronce, que presenta una orla vegetal bastante más compleja que la que estamos viendo en nuestras pinzas; aunque muchos de sus calados, vistos aisladamente, muestran perfiles similares y paralelizarían las técnicas artesanas de las mismas con ese arma de defensa de la tumba de Alcoy (Figura 8). Un mismo mundo cultural, muy extendido en el solar ibérico.
8. Umbo central del escudo de la sepultura 11 de la necrópolis de la Serreta de Alcoy. Según dibujo de Cortell et al. (1992) y fotografía de Aura y Segura (2000).
Pero en las pinzas de Alcoy, se trata de un diseño decorativo geométrico exclusivamente, por lo que aquí sí se aleja del patrón más naturalista de Cigarralejo, Osera y Osuna, que siguieron una pauta estética que optó por la representación esquematizada de una cenefa calada de diseño vegetal, en la que se observan tallos curvos que podrían estar relacionados con los zarcillos que pueblan las ramas de muchas plantas trepadoras, como la vid. Una especie cultivada que, con su producto directo, el vino, alcanzó una gran trascendencia en el modo de vida de la época, tanto en lo económico como en las creencias, ritos sociales y religiosos (Quesada, 1994; Muñoz, 2012) para acabar impregnando los gustos estéticos ibéricos, como reflejan los objetos metálicos que hemos analizado.
La imbricación de la flora en la cultura material de tiempos iberos se ha estudiado en otro sitio suficientemente (Mata et al., 2010) y, aunque el tema de las pinzas caladas de bronce no encontrara en aquel estudio el acomodo necesario, al hilo de este planteamiento indagatorio, creemos haber reunido datos suficientes para reivindicar de nuevo una lectura que ya había esbozado Cuadrado y, más tarde, Cabré y Morán (1990), relacionando estas series decorativas de las pinzas con otros espacios estéticos como el de los damasquinados de las armas, las guardas de las mismas o, incluso, algunos broches de cinturón, igualmente reconocibles dentro de la cultura ibérica.
CONSIDERACIÓN FINAL
El recorrido que acabamos de hacer, al hilo de las pinzas de bronce de Osuna, ha significado comprobar que se trata de utensilios de época ibérica, que en nuestro caso cabría decir turdetana o ibero/turdeta, y que tuvieron una especial vigencia durante los siglos IV-III, pese a no descartar una pervivencia posterior.
Por otro lado, creemos demostrada la especial relación que tuvieron como elemento de ajuar funerario de guerreros, especialmente los ejemplares con decoración calada, como es el caso de las Alcaidías. Que una gran mayoría de las pinzas conocidas proceden de enteramientos y las de Osuna, así debieran interpretarse, al proceder de un lugar donde la acumulación de material arqueológico no puede interpretarse como un hábitat al uso y las propias referencias del hallazgo, hablan de una recuperación entre tierras cenicientas con abundancia de restos quemados propios de una tumba.
Este hecho es muy significante para el yacimiento de Osuna, puesto que extiende nuestro conocimiento sobre la existencia de nuevas zonas necropolares prerromanas en el yacimiento, ampliando el conocimiento que se tiene al respecto (Escacena y Belén,1994: 247-248), como nosotros mismos habíamos venido estudiando y avanzando respecto de este y otros hallazgos.
Estas circunstancias representan ir abandonando viejas teorías sobre la ausencia de enterramientos y necrópolis ibero-turdetanas en la Baja Andalucía como se había postulado (Escacena, 1989). Un debate en el que no hemos sido ajenos para confrontarlo y que los datos arqueológicos, así como otras investigaciones, no han dejado de corroborar (Quesada, 2008).
En definitiva, con las pinzas de Osuna, se vuelve a demostrar que la Urso prerromana, ibérica y turdetana dispuso de varias necrópolis, de las que una debió estar en la zona de las Alcaidías. En ella, la presencia de objetos como el estudiado, ejemplifica la relación comprobada con una sociedad en la que los guerreros fueron un eje fundamental. Algo que ya conocíamos por los célebres relieves del garrotal de Postigo, pero que ahora sabemos responderían a una tradición de la que esas pinzas y el cementerio de procedencia debieron ser un antecedente de referencia.
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