DEFENSA Y TERRITORIO: FRONTERAS. UN PROBLEMA TEÓRICO DE LA ARQUEOLOGÍA IBÉRICA
Mauricio PASTOR MUÑOZ & Juan A. PACHÓN ROMERO
(Trabajo inédito, que no fue publicado en las actas del
Congreso de Arqueología Ibérica celebrado en Barcelona en 1998)
Detalle del paño murario de una de las torres de la muralla del sitio ibérico de Allozos, Montejícar, Granada.
(© J.A. Pachón, 2009).
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Ya han transcurrido prácticamente dos decenios desde la celebración de la magna reunión científica sobre el mundo ibérico, que fue aquel Congreso de Arqueología Ibérica, al amparo de la exposición internacional de arqueología ibérica Los Iberos, Príncipes de Occidente y que, sucesivamente, se mostró en Paris, Barcelona y Bonn. Por ello, creemos oportuno dar a conocer esta aportación que, finalmente, no mereció el interés de los organizadores de aquel Congreso para su inclusión en las actas del mismo, que se publicaron en Valencia, como parte de la serie extra de la revista Saguntum [ARANEGUI, C. (Ed.): Las estructuras de poder en la sociedad ibérica. Actas del Congreso Internacional: Los Iberos, Príncipes de Occidente. Papeles del Laboratorio de Arqueología de Valencia (PLAV), Saguntum Extra-1. Universidad de Valencia. Departamento de Prehistòria i Arqueología, 1998].
El texto vamos a presentarlo tal cual se redactó, un original que no incluía imágenes, pese a que para esta ocasión, en función de las características del blog, se acompaña de una serie de ilustraciones que no tienen ninguna función explicativa del contenido, sino que solo pretenden amenizar el desarrollo del escrito. Junto a ello, es evidente que no estamos ante un estudio de ciertas problemáticas de lo ibérico actualizado, porque el tiempo acaecido desde 1997/98 hasta hoy han desarrollado muchos de los aspectos que aquí se tratan y que, entonces, cuando se redactaron aquellas líneas, no podían todavía conocerse. No obstante, quisiéramos enfatizar el carácter eminentemente crítico del original, que incidía contra la práctica arqueológica de algunos equipos científicos españoles que proponían líneas de interpretación de lo ibérico inusuales, frente a las que defendíamos posiciones diferenciadas que aún hoy podríamos seguir defendiendo.
El trasfondo que sustanciaba aquel escrito defendía una postura crítica respecto de los posicionamientos que venía exponiendo en esencia la Escuela de Jaén (1) desde tiempo atrás (2), por lo que tampoco resultó extraño que no acabase siendo publicado en las actas de las ponencias y comunicaciones de aquella reunión científica. Algo lógico, pues se ponían en entredicho muchos de los postulados de la corriente que defendía la oficialidad arqueológica andaluza, en la que, a la sazón, eran partícipes activos e importantes algunos miembros de la organización y desarrollo de dichos congreso y exposiciones, ligados a la propia directiva de aquella Escuela de la Universidad de Jaén.
A todo ello se ha unido, el que en los años siguientes se comenzaran a estudiar (3) los nuevos planteamientos, tratando de aclarar la cierta complejidad a que se había llegado con tantas y tan nuevas interpretaciones en España. Pero, también, se han empezado a cuestionar algunos de los escritos que pretendieron renovar la arqueología peninsular, matizando aspectos tanto generales (4) como teóricos (5), junto a otros más concretos, en los que se debate sobre las más evidentes incongruencias y debilidades de la citada Escuela de Jaén (6). Es cierto que, esto último, solo ha afectado momentáneamente a su soporte teórico, sin entrar en el alcance de su aplicación histórico-arqueológica, salvo algunas pequeñas referencias. Tal envite dialéctico podría representar un hito historiográfico, al menos respecto del debate que hasta ahora se lleva publicado, ya que supone poner en entredicho el discurso oficialista que, en los últimos veinte años, ha dominado prácticamente el espectro de la arqueología andaluza, al menos desde el Cobre a tiempos ibéricos. Aunque también, en el horizonte de la política arqueológica desarrollada en el ámbito autonómico andaluz durante ese tiempo, ese discurso y su aplicación práctica ha supuesto demonizar la gran mayoría de proyectos que no coincidían con los presupuestos teórico-prácticos en que se inspiraba la Comisión Arqueológica de Andalucía, dominada más o menos directamente por aquella escuela jiennense, ya fuese por sus integrantes, ya fuera por sus directos descendientes o por las ideas de ambos.
Desde nuestro punto de vista, tachado desde hace tiempo por defensores de la posición inspirada en Jaén, de acientífico, pretendíamos ahondar ciertas reflexiones de interpretación histórico-arqueológica sobre el mundo ibérico, enfrentándolas a las opiniones de dicha corriente, bajo presupuestos de lógica deductiva, apoyados en los propios datos arqueológicos y en las opiniones de otros autores. El tiempo, los posteriores hallazgos y las nuevas aportaciones, determinarán el interés de lo que expondremos y la vigencia de las posiciones contrarias. Para ello, tomaremos como referencia nuestro viejo escrito, tratando de mostrar cuál era el inicio de aquel debate a finales de los años noventa del siglo pasado.
Juan A. Pachón Romero
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Detalle de un paño de la muralla ibérica de Cerro Cepero (Basti), en Baza, Granada.
(© J.A. Pachón, 2003)
Desde la propagación de las nuevas tendencias en la interpretación arqueológica en España, a partir sobre todo desde finales de los setenta y –en gran medida– durante los años ochenta, con la irrupción de modelos hipotéticos de reconstrucción histórica aplicados a la prehistoria y a la arqueología se produjo, en los casos concretos de la protohistoria y del mundo prerromano, el desarrollo de una serie de modelos teóricos (7), sin los cuales parece imposible hoy un acercamiento creíble desde presupuestos metodológicos que podamos considerar suficientemente científicos.
No obstante, la puesta en práctica de muchos de esos posicionamientos ha implicado una doble tendencia que vamos a analizar. Intentamos demostrar en este breve trabajo que esa doble tendencia puede estar alejada de los presupuestos estrictamente científicos que deben exigirse a cualquier práctica arqueológica o de reconstrucción histórica. Resumidamente, esa doble tendencia ha sido la siguiente: por un lado, la sobrevaloración que se ha dado a la metodología arqueológica de la prospección superficial, que lejos de entenderse como un elemento meramente auxiliar de la arqueología, ha acabado creyéndose medio prácticamente único para las reconstrucciones históricas de las sociedades prerromanas. Y, por otro lado, la demonización de las prácticas arqueológicas –que podemos llamar tradicionales– de la investigación de campo, clasificadas todas como praxis positivistas, caducas en sí mismas, incapaces de beneficiar interpretaciones de cariz histórico y meros métodos de generar corpora gráficos de artefactos arqueológicos (arqueografías), sin otro valor que su apreciación estética o la comparación intemporal de modelos suprarregionales, a los que se ha querido dar un artificioso, aunque ineficaz, valor cronológico.
Indudablemente, ambas tendencias han sido aceptadas e interrelacionadas por muchos equipos de investigadores, arqueólogos de la nueva hornada, que durante algún tiempo han conseguido crear corrientes de opinión próximas y conversiones llamativas, incluso entre algunos de sus iniciales detractores. Esta discusión no ha quedado exclusivamente fijada en el plano de la teorización metodológica, sino que ha alcanzado a la propia práctica científica (8). En este sentido, tanto algunos miembros de los departamentos universitarios, como los responsables patrimoniales de algunas comunidades autónomas han hechos suyos estos planteamientos y los han llevado a la práctica, provocando consecuencias, cuyos logros positivos y negativos tardarán algunos años en considerarse generalizadamente en su justa medida. Lo más evidente es que todo ello ha redundado en un detrimento de la actividad de campo y, paralelamente, se ha producido una creciente actividad clandestina, que aprovecha la escasez de trabajos sistemáticos de excavación en los yacimientos para expoliar buen número de sitios que, de otro modo, podrían haberse conocido, aunque solo fueran parcialmente, por la comunidad científica. Igualmente, estas condiciones de la práctica arqueológica han desembocado en un beneficio de las labores de prospección y en un incremento excesivo de las interpretaciones históricas de modelos hipotéticos, apoyados en lo que nosotros consideramos exiguos y engañosos referentes documentales. Precisamente, dentro de estas interpretaciones históricas cabría entender el problema de fronteras, planteado en nuestra arqueología contemporánea y objeto de amplio debate en un reciente coloquio (9). En este mismo sentido, se han hecho análisis específicos del mundo ibérico (10), sobre el que vamos a exponer algunas consideraciones de interés con el apoyo de ciertos datos arqueológicos no exclusivamente superficiales o, al menos,no sólo procedentes de prospecciones superficiales metódicas.
Detalle del flanco de una de las entradas al recinto murario de Allozos, Montejícar, Granada
(© J.A. Pachón, 2009)
Partiendo de algunas de nuestras propias conclusiones, alcanzadas en la Reunión sobre Paleotnología de la Península Ibérica, celebradas en Madrid, en diciembre de 1989 (11), tratamos de abordar aquí la inestabilidad que supone el establecer cualquier tipo de frontera en las comunidades ibéricas y ls falacia de defender su existencia, apoyándose en datos incompletos, poco rigurosos y, en ocasiones, sin la necesaria contrastación arqueológica. Pero evitamos caer en los posicionamientos opuestos, también presentes en la historiografía protohistórica peninsular, para los que la ausencia, no ya de excavaciones, sino de prospecciones superficiales, es índice suficientemente probatorio de un vacío poblacional como el que algunos autores defienden para el Suroeste Peninsular, no solo en tiempos ibéricos, sino desde momentos prehistóricos. Algo que merecería una breve reflexión:
Aunque ese vacío poblacional se ha pretendido extender hasta tiempos turdetanos, puede servir de referente la teoría sobre la inexistencia de una etapa prehistórica del Bronce en esta zona, expresada por quien también defiende estos problemas demográficos, prácticamente hasta tiempos republicanos, como hace el prof. Escacena Carrasco (12). Aunque buena parte de las aportaciones de este autor son claramente significativas, en el sentido que se destaca, como bien expresa la referencia de la sola lectura de alguno de los títulos de sus trabajos (13). Desde luego, ante tanto vacío poblacional, ya sea real o ficticio, no extraña que estos mismos autores acaben explicando los hallazgos arqueológicos que se producen en época orientalizante, como producto directo de la colonización fenicia, que vino a ocupar esas ausencias (14), entre los que no falta algún otro que abunda específicamente en la teoría del vacío durante el Bronce Final (15).
Del análisis riguroso de las fuentes literarias clásicas, que ya realizamos en nuestro citado trabajo (16), se deduce claramente que los historiadores y geógrafos de la antigüedad, a medida que iban conociendo las tribus y pueblos hispanos del sur peninsular, aportaban nuevos datos sobre las gentes que lo poblaban, pero –en ningún caso– delimitaron las xonas limítrofes entre ellos, ni mucho menos las posibles fronteras que los circunscribían a un determinado territorio. Solo así podemos entender la enorme mezcolanza entre las tribus mencionadas desde el siglo VI a.C., como mastienos, libio-fenicios o gimnetes y que, a partir del siglo III a.C., aparezcan ubicados por esos mismos territorios otros pueblos tan complejos como los bástulos, bastetanos, mentesanos, túrdulos y oretanos, sin delimitaciones fronterizas entre ellos. Todos los intentos de individualizar cada uno de estos pueblos y de posicionarlos entre unos límites aceptados han fracasado, precisamente por la inseguridad de sus fronteras.
Alineamiento del cierre oriental de la supuesta muralla ibérica de Archidona, Málaga (© J. A. Pachón, 2016)
Un posterior análisis de las fuentes arqueológicas tampoco nos permitió delimitar las fronteras entre los pueblos que habitaron el mediodía peninsular en su área oriental, aún a sabiendas de que todavía la documentación es muy escasa, dado lo limitado de las excavaciones y la insuficiencia implícita de las prospecciones superficiales. A lo más que llegamos a perfilar fueron amplias zonas fronterizas entre las comunidades iberas. Estas zonas fronterizas no debieron ser muy rígidas, sino que hubo abundantes interrelaciones entre los territorios contiguos, interrelaciones que denominábamos en el trabajo citado anteriormente, áreas de transición. Auténticos espacios intermedios, de control alternativo, de los que destacábamos, sobre todo, cuatro: el más importante, centrado en el Valle del Guadalquivir, a la altura de la provincia de Jaén y donde pueden rastrearse influencias turdetanas, bastetanas y oretanas;el límite de la serranía de Córdoba, extendido hasta la Campiña, que sería un espacio de intercambios turdetano-oretanos y bastetanos; mientras que, por último, en la zona sur, en la costa, habría un espacio de interacción entre bastetanos y libio-fenicios.
Por otro lado, resulta de un enorme interés, para comprender en su justa medida los análisis de las zonas fronterizas entre los pueblos ibero-romanos, el recientemente publicado trabajo de Pierre Moret sobre las fortificaciones ibéricas, desde el final de la Edad del Bronce hasta la conquista romana, donde –entre otras muchas cosas– se trata de desmontar todas las teorías que han surgido recientemente sobre la importancia de ciertos métodos arqueológicos y de los sistemas de dependencia en las comunidades ibéricas (17). Con él podemos acercarnos mejor a una visión de conjunto de lo que hoy puede entenderse y aceptarse, desde una perspectiva actual arqueológica, epigráfica e histórica, por frontera, coerción y fortificaciones (18). Para ello, tratamos de acomodar nuestros conocimientos de los vestigios y noticias prerromanos en Andalucía con la posible realidad política y social de los pueblos iberos que habitaron estos territorios en época pre y protohistórica: bástulos-bastetanos, mentesanos, túrdulos-turdetanos y oretanos, principalmente.
Por eso, conviene analizar, en primer lugar, la relación de los datos tradicionales y las nuevas interpretaciones. La visión tradicional, de posibles y diferentes etnias en el mundo prerromano, dotaba a lo ibérico de una variada riqueza que sólo podía rastrearse en los textos antiguos, ya que arqueológicamente las diferencias nunca eran tan sustanciales como para apreciar una separación tan nítida entre los pueblos de aquella aparente riqueza étnica ibérica. Cuando hace algunos años estudiamos la paleoetnología de Andalucía Oriental ya consideramos una falacia atender a esa diversidad, si analizábamos exclusivamente los datos arqueológicos. Por ello, haciendo caso también a los textos, solo cabría hablar de núcleos geográficos centrados en las posibles capitalidades políticas conocidas (Basti, u Oretum, por ejemplo) de las que habrían podido derivar denominaciones de pueblos concretos (bastetanos y oretanos, en los casos referidos). Salvo estas realidades, que tampoco podemos detallar en cuanto a su concreto desarrollo espacial y temporal, lo demás tendrían que ser zonas de transición, donde los vestigios arqueológicos tendrían que hablar mejor de su auténtico comportamiento, en cuanto fuese desarrollándose mejor su estudio y conocimiento. Indudablemente con el apoyo de la excavación arqueológica, y no sólo con las prospecciones arqueológicas superficiales, como en muchas y recientes ocasiones se ha pretendido, al amparo de su aparente y efectivo carácter sistemático.
Restos de infraestructuras murarias del cierre del poblado ibérico de Cerro Boyero, Valenzuela, Córdoba.
(© J.A. Pachón, 2001)
Pero, relacionado con este debate, surge el problema de las fronteras, defensa y control del territorio, que sí puede entenderse como una serie de elementos afectos a determinadas realidades políticas, coincidan o no con esas etnias tradicionales y textuales. Esto supone entrar de lleno en otro tipo de problemas planteado por los movimientos de renovación en arqueología, que están desarrollando interpretaciones socioeconómicas de las comunidades ibéricas, así como de sus posibles realidades políticas. Económicamente, es evidente que dichas comunidades iberas se basaron fundamentalmente en el desarrollo de la agricultura, por lo que el modo de apropiación del territorio, su detentación y defensa ante vecinos hostiles, son elementos de primordial interés, en los que pudieron tener un papel destacado las construcciones de carácter supuestamente militar (fortificaciones y estructuras de defensa), estudiadas en los últimos tiempos dentro de las diversas territorialidades ibéricas.
Estas estructuras fortificadas se han interpretado atendiendo a dos posibles realidades: su pertenencia a una auténtica red de frontera, sólo factible si se admite la existencia en el mundo prerromano ibérico de un auténtico Estado; o bien su uso como elementos de disuasión, o de expresión del poder, entre grupos sociales dominantes frente a masas de desheredados. Los planteamientos que se han presentado en este sentido suelen adornarse con los más científicos de los argumentos, considerando en general, la mayoría de ellos, un acercamiento histórico de cariz socioeconómico que, en muchas ocasiones, alude claramente a posicionamientos característicos del materialismo histórico (19). Pero, también con mucha frecuencia, se olvidan muchos otros aspectos arqueológicos que, o bien no son tenidos en cuenta, o bien se interpretan de un modo maximalista, sin que honestamente podamos derivar de ellos muchas de las afirmaciones expresadas.
Intentando poner los pies en el suelo, en cada una de estas dos explicaciones de las estructuras defensivas, podemos apuntar las siguientes consideraciones. Respecto de la existencia de una red de frontera, sin necesidad de explicar la existencia o no de una organización estatal entre los iberos, sino solo desde un punto de vista puramente arqueológico, habría que disponer de evidencias suficientes sobre puntos de defensa fronterizos (torres vigías, fortines o poblados amurallados) que hubiesen funcionado coaligadamente en un periodo de tiempo común. Pero a realidad solo arroja algunos puntos topográficos, con muros de cierta entidad que se interpretan –en la mayor parte de los casos, superficialmente– como elementos defensivos y que, de ningún modo, está probado que pudieran usarse en periodos cronológicos ibéricos contemporáneos. En ocasiones, como los datos en que se apoyaban estas interpretaciones procedían de someras prospecciones, sin excavaciones de contrastación, se dieron como ibéricas muchas fortificaciones que hoy sabemos que correspondieron con tiempos romanos. Fue un problema iniciado en la década de los setenta, en la zona sur de Córdoba (20), pero que se mantuvo hasta los ochenta, extendiendo la interpretación a tierras de Jaén (21), alcanzando el final de dicha década (22). Las aportaciones arqueológicas más recienten empiezan a desmontar esta interpretación, que se ha demostrado más hipotética que real (23).
Además, las fronteras, si aceptamos su acepción más generalizada, suponen un simple límite que separa dos espacios en los que se establecen sendos ámbitos políticos diferentes, pero tampoco la noción de frontera debe asociarse literalmente a un carácter siempre defensivo o militar, ya que esto supone añadir a nuestro cpncepto un matiz de antagonismo entre comunidades vecinas, que ejercen mutua, o unilateralmente, algún tipo de forzamiento sobre el próximo. De cualquier modo, estas cuestiones se han articulado con bastante frecuencia al hablar de fronteras, interpretando la existencia de un poder coercitivo en relación con las fronteras, tanto en sentido externo como interno, pero aplicado a épocas no exclusivamente ibéricas, sino muy anteriores, quizás desde el Cobre (24). Así, por ejemplo, Francisco Nocete explica la existencia de estructuras políticas estatales en ese momento, salvando las posibles diferencias entre estas y las jefaturas, cuya dicotomía achaca a los defensores de la antropología evolucionista americana. En la discusión que el autor presenta, responsabiliza a los defensores de las jefaturas la interpretación de las fronteras, haciéndolas coincidir con los límites físicos, en relación directa con determinados cambios en los patrones de asentamiento, la existencia de vacíos ocupacionales y de fortificaciones que reflejan el desarrollo de un poder cohercitivo (sic) hacia el exterior y una competencia por la tierra (25).
En su aspecto interno, es donde cobra sentido teórico hablar de la interpretación de fronteras, o de algunos de sus aspectos integrantes, como elementos de disuasión o de expresión del poder frente a los grupos sociales más desprotegidos por parte de una minoría privilegiada. Creemos que tales aseveraciones expresan intentos loables de explicar las relaciones socioeconómicas de la antigüedad, pero que, en gran medida, son muy aventurados y no disponen del apoyo suficiente de una documentación arqueológica que los avale. Esta falta de datos supone, a veces, el planteamiento de modelos interpretativos claramente caóticos, por no decir contradictorios, ya que se superponen sin ningún orden aparente de relación aspectos que, en sí mismos, serían contraproducentes, salvo que quisiéramos adoptar una explicación semejante a la estructura territorial, económica y social propia del feudalismo, pero tratando de extrapolarla al ámbito prerromano.
La contradicción se establece, por ejemplo, cuando se pretende querer conjugar la existencia de estructuras arquitectónicas defensivas con la existencia de grupos sociales inferiores, dominados por una minoría privilegiada que organiza un sistema de explotación de la tierra a través de pequeños asentamientos abiertos (26), que son controlados desde un centro ciudadano fortificado. Pero, tampoco es creíble, de modo absoluto, que pequeños asentamientos agrícolas abiertos en el territorio rural de una ciudad respondan necesariamente a un control sobre los mismos, ejercido por los grupos privilegiados de los ciudadanos. Esto es un hecho que arqueológicamente, en el estado actual de nuestros conocimientos, es indemostrable, pudiendo darse otras muchas explicaciones razonables sobre su existencia. Como, por ejemplo, un simple aumento demográfico que obliga a parte de la población a buscar directamente sus recursos en el espacio rural, o que cambios económicos en el ámbito de la ciudad obliguen a la ruralización de determinados grupos. La historia está llena de ejemplos demostrados de que un deterioro de las actividades de intercambio en el espacio ciudadano lleve aparejado un incremento de los asentamientos rurales. Estas últimas interpretaciones sí podrían demostrarse arqueológicamente, si se pudieran tomas los datos necesarios a través de excavaciones sistemáticas.
Curiosamente, cuando esas dependencias rurales desaparecen, también se observa un abandono de la fortificación de la ciudad, como si la estructura defensiva y militar estuviese más en función del conciudadano oprimido que del posible enemigo. Es lo que encontramos en las explicaciones de la tesis doctoral de A. Mª Roos (27), que intenta explicitar una explicación socioeconómica desde el materialismo histórico de la sociedad tartésica, apoyada en el registro arqueológico del Cerro de los Alcores de Porcuna, pero en el que encontramos sintomáticos puentes de relación con las teorizaciones de los investigadores de la Universidad de Jaén, para tiempos ibéricos. En el capítulo V.3. de dicha tesis, explicando el proceso de desarrollo de la población de los Alcores desde el Bronce Pleno, se admite el Bronce Tardío como un momento de crisis económica, social y política, respecto del periodo anterior. Ello se expresa en la excavación con el abandono de unas importantes estructuras defensivas que son suplantadas por grandes edificios de planta rectangular, señalándose además que entonces no existe poblamiento disperso, evidentemente como novedad respecto de su presencia durante el Bronce Pleno. Si tratáramos de conjugar esos factores: fortificación y poblamiento disperso, por un lado; ausencia de fortificación e inexistencia de hábitat disperso, por otro; surge una contradicción, al menos aparente. Si nos olvidamos de la crisis, el abandono de una fortificación también puede responder a un sencillo cambio de relaciones con el vecino próximo: es decir, una mejora de las relaciones externas que, como mucho, solo afectarían al modo de control del espacio entre enemigos, ante lo que es difícil pensar que el poblamiento disperso se mantiene en un ambiente hostil y, sin embargo, cuando se extiende el ámbito de la pacificación, curiosamente es cuando los asentamientos dispersos desaparecen. Esta contradicción es del mismo carácter de la que se observa en la recreación del desarrollo de lo ibérico, en la pulsión irregular de espacios urbanos fortificados (oppida) con dependencias rurales abiertas, cuyas relaciones entre sí, al igual que las existentes entre los diferentes oppida, nunca ha sido expuesta con claridad (28).
Desde luego, la existencia del castillo medieval responde a una realidad muy diferente, si es esa la imagen que se trata de evocar (consciente o inconscientemente) en las interpretaciones del control del territorio expuesta. Desde cualquier otro punto de vista, nos parece claro que la presencia de una muralla debe estar reñida con la existencia de hábitat abierto y disperso en sus inmediaciones, porque la razón estratégica de la defensa, que pudiera aplicarse a momentos de tensión externa, es incompatible con la proliferación de asentamientos desguarnecidos en medio de un posible campo de batalla, o de un espacio más amplio de confrontación violenta.
Muchas veces, las murallas han servido como elementos de control para el acceso de productos y personas a ciertos núcleos habitados, funcionando más como una frontera comercial que militar. Esto es comprensible incluso si recordamos el valor que el intercambio tuvo en las sociedades protohistóricas peninsulares, donde sí parece aceptado que los grupos dominantes jugaron un papel primordial en el monopolio de esa actividad económica, asegurando no solo los bienes de prestigio, sino regulando la presencia de un stock suficiente que no pusiera en peligro la estabilidad económica local. Esto se podía conseguir con murallas en la ciudad, cuya puerta se cerraba durante la noche y se vigilaba convenientemente durante el día. En cuanto a los recintos fortificados y las torres vigías, su análisis quizás debiera centrarse en la conjugación topográfica con la distribución de las rutas comerciales; algo de sustancial importancia en la Península en tiempos prerromanos, donde sabemos que parte de la población participaba permanentemente en trabajos de mercenariado, una prueba inequívoca de problemas en la infraestructura laboral local, y cuando la falta de esa salida económica conducía inevitablemente a casos de bandolerismo. En este tipo de situaciones, la vigilancia de los caminos se convertía en una labor imprescindible para mantener suficientemente las actividades de intercambio, que podrían verse alteradas sustancialmente con la incidencia de aquel bandolerismo. Una peculiaridad muy conocida en tiempos de la República Romana, pero sin que olvidemos que este sistema de vida estuvo bastante arraigado en las poblaciones hispanas, por lo que no debe rechazarse su existencia en tiempos prerromanos (29).
Por otro lado, las pruebas del uso militar de ciertos vestigios murarios sólo deben ser aportadas por la arqueología y esta no siempre arroja evidencias de actividad castrense, menos aún sin la recogida de datos se basa exclusivamente en el muestreo superficial. Las pruebas con que contamos a nivel arqueológico son muy parcas, sólo de un modo generalizado podría asegurarse una actividad militar de agresión y defensa, en tiempos tardíos ibéricos, en relación con los conflictos derivados de la Segunda Guerra Púnica.
En consecuencia, tampoco la arqueología nos permite hoy aseverar la existencia de fronteras en el mundo ibérico, y ello debido a las grandes dificultades metodológicas que se nos presentan en este tipo de investigaciones-Dificultades motivadas por la falta de excavaciones sistemáticas y estratigráficas, por la destrucción inevitable de los datos arqueológicos y, en general, por la falta de conocimiento general de los distintos poblamientos. Dificultades que se agravan si las investigaciones se apoyan únicamente en prospecciones superficiales, y no en excavaciones sistemáticas. Todos estos obstáculos hacen que las técnicas utilizadas para delimitar las fronteras entre los pueblos ibéricos se conviertan en meras hipótesis interpretativas, carentes de la suficiente credibilidad y escasamente demostrables. Por eso, para profundizar más en ello, y siguiendo las teorías defendidas por P. Moret, debemos referirnos a los dos aspectos que debemos tener en cuenta en el problema de fronteras: el primero, el de las propias estructuras defensivas (murallas, fortines, torres vigías, etc.); el segundo, el de los poblados mal llamados dependencias rurales (30).
Vista aérea de la muralla del poblado prerromano de Pajares, Osuna, Sevilla.
A partir de un original de F. Didierjean, 1983.
Por lo que respecta al primer aspecto, al que ya hemos hecho algunas referencias, tendríamos que añadir que, pese a las dificultades que entraña cualquier interpretación en el sentido que estamos debatiendo, algunos autores como A. Ruiz y M. Molinos han creído ver clara en tiempos iberos la existencia de toda una línea de torres, murallas o fortines repartidos sobre posiciones dominantes en el Alto Guadalquivir, donde incluso han señalado una clara frontera política en el siglo VI a.C., que estaría materializada por tres pequeños recintos fortificados, o por torres aislada, establecidas en los confines de la Campiña de Jaén y de la Vega del Guadalquivir (31). Pero estas evidencias arqueológicas sobre las que sustentan su trabajo son evidentemente muy escasas y, por sí mismas, insuficientes. No es posible, por tan sólo un elemento de forma turriforme deducir una frontera militarizada, cuando además tampoco podemos asegurar taxativamente el uso real que pudo tener tal fortificación durante su vida útil.
Similares interpretaciones se han hecho para el pueblo de los edetanos, ubicados en la región valenciana (32), donde al parecer la reconstrucción del territorio y de su zona fronteriza se ha basado en el reconocimiento de varios recintos fortificados y provistos de una torre. Pero tales elementos eran comunes a los poblados cercanos situados en las llanuras, por lo que no parece que tuvieran una dedicación especial de puestos fronterizos militarizados, ni tampoco se puede demostrar que existieran allí agrupaciones militares destacadas para la defensa de sus fronteras.
Por otro lado, no parece probable que los pueblos prerromanos de Andalucía Oriental dispusiesen de los medios políticos y económicos para soportar la carga que representa la puesta en funcionamiento y el mantenimiento de una red de fortines, de un verdadero limes, o frontera militar, similar al que dispusieron los romanos tras la Segunda Guerra Púnica, o incluso mucho más tarde. El hecho de que exista una intercomunicación entre los poblados cercanos no quiere decir siempre que deba existir una organización política preestablecida, sino que cada pueblo en su propio interés podía dotarse de una torre o sistema defensivo cualquiera, que le permitiera intercambiar señales con sus vecinos, para así comunicarse en caso de peligros comunes. Pero no parece deducirse de ello la existencia de una red organizada y rígida desde arriba, desde una capital, cuya importancia real nos parece que ha sido sobrevalorada, al menos en las regiones de Andalucía Oriental (33).
En cuanto al segundo aspecto, es decir, el problema de las dependencias rurales, han sido también los arqueólogos de la Universidad de Jaén los que han elaborado una serie de trabajos sobre el mundo ibérico en los que intentan demostrar que la existencia de fortificaciones son una pieza clave para hablar de la sociedad ibérica como una institución jerarquizada basada en la servidumbre de las poblaciones rurales. Al principio, concebían los recintos fortificados, las turres, como una especie de atalayas de vigilancia de las distintas aglomeraciones urbanas, o incluso para servir de protección al oppidum, que sería la capital (34). Aunque, más adelante, la constatación arqueológica de la desaparición de los recintos de pequeño tamaño en la Campiña del Alto Guadalquivir, a mediados del siglo V a.C., les ha obligado a privilegiar el oppidum fortificado, en el que se concentra el grueso de la población y a partir del que las aristocracias locales ejercen su poder sobre la masa de los dependientes ligados a su grupo gentilicio, sin excluir tampoco la aparición de turres aisladas, ya a finales del siglo III a.C.
Sus argumentos, como ha señalado P. Moret, adolecen de una doble debilidad, tanto en el plano arqueológico como en el histórico (35). La debilidad arqueológica se establece porque ni en el siglo VI a.C., ni en el III a.C., es posible hablar de una red de turres extendida en el conjunto del territorio; es decir, que a lo sumo puede suponerse su existencia, en ningún caso aceptarlo como un axioma inabordable, sobre el que sustentar otras interpretaciones de mayor calado. Además, ni en el análisis de los ajuares funerarios, ni en el estudio de las estructuras de hábitat, caben evidencias que permitan distinguir formalmente en la población de estas regiones un categoría de servidores o de servidumbre rural. Ni siquiera los autores que defienden esta posición parecen capaces de ponerse de acuerdo en estas cuestiones: el mismo P. Moret matiza que, por los hallazgos de ajuares de las tumbas no pueden establecerse meridianamente dónde estaban las clases privilegiadas (36), mientras que A. Ruiz y M. Molinos no encuentran dificultad para establecer esos niveles de jerarquización social a través de las necrópolis (37), entre otras cosas (38). De cualquier modo, todo parece producto de una interpretación más o menos elaborada, porque pasar más allá de explicar que en la sociedad ibérica había diferencias económicas y sociales sustanciales, y convertir esas diferencias en un complejo mundo en el que existen arostócratas y servidores, regidos por una concreta estructuración política, puede ser considerado por lo menos algo exagerado, porque no olvidemos que la evidencia arqueológica es menos expresiva de lo que se pretende, y los documentos escritos –incluso los contemporáneos– son confusos y contradictorios en su explicación.
Otra explicación sobre los elementos funerarios y la lectura social de los iberos puede encontrarse en autores como J. A. Santos Velasco (39), para quien es exagerado hablar de estructura estatal, aunque ya existen dos elementos que están en la génesis del Estado: las clases sociales y la coerción (40). Este autor llama la atención sobre el peligro que se corre al pretender extraer una interpretación política de una simple estructura social, ya que aquella debe basarse en su propia definición política y no solo cuando lo hace la estructura social.
Aquella debilidad también es histórica, puesto que sus hipótesis se basan únicamente en un documento epigráfico: la inscripción del Bronce de Lascuta, o Turris Lascutana, dudosa y controvertidamente interpretada por J. Mangas (41), pero trabajo en el que A. Ruiz y M. Molinos basaron sus lecturas arqueológicas sobre la servidumbre ibérica (42). El documento (43), por otra parte, ha suscitado diversas interpretaciones y, en muchos casos, contradictorias entre sí. Se trata de una inscripción que conserva parte de un decreto emitido por Paulo Emilio en el año 189 a.C. en favor de los habitantes del lugar llamado Turris Lascutana, cuyos pobladores se encontraban reducidos, en el momento de la conquista romana, a la condición de servei (siervos o servidores), bajo la dependencia de la ciudad de Hasta o Hasta Regia, (Hastesium servei), una importante ciudad del Bajo Guadalquivir, que está perfectamente localizada en Mesas de Asta, Jerez de la Frontera, Cádiz (44). La dependencia no concernía sólo a sus gentes, sino también a sus bienes, a su territorio y a su ciudad (agrum oppidumque).
En nuestra opinión, la inscripción, al estar fechada en el año 189 a.C., lo que refleja es la situación concreta en la que se encontraba dicha población en esos momentos. Ahora bien, dicha situación ¿se daba también dos o tres siglos antes: es decir, en época ibérica o turdetana, como han supuesto los arqueólogos giennenses, siguiendo a J. Mangas? Solo, si fuera así, se podría utilizar este texto para explicar las relaciones sociales del mundo ibérico prerromano. Creemos, sinceramente, que no, puesto que es imposible demostrar que la situación reflejada por la inscripción reseñada sea la misma que se podría haber dado en los siglos VI o V a.C.
Casi todos los historiadores que se han ocupado de este texto han admitido, sin apenas discusión, que en él se reflejaba la organización de las sociedades indígenas del sur peninsular. Sin embargo, ya M. Rodríguez de Berlanga apuntó la idea de que en estos territorios que estuvieron sometidos por los cartagineses durante bastante tiempo, podrían haber existido situaciones derivadas de influencias fenicias, introducidas en la Bética por los colonos tirios que fueron tan frecuentes por estas regiones (45). Más recientemente, L. García Moreno, retomando la vieja idea de Berlanga, señaló que esta región del Bajo Guadalquivir presentaba a fines del siglo III caracteres muy originales, que se remontarían claramente a Cartago, que las había creado en su área de dominación hispánica (46). Para este autor, no se trataría de una servidumbre propiamente turdetana, sino que procedería de un modelo púnico, consistente en la esclavitud que el estado cartaginés imponía a las comunidades conquistadas. No creemos tampoco acertada esta interpretación por falta de pruebas concluyentes, ya que es imposible probar que Cartago hubiera permitido en el Sur de la Península un sistema de servidumbre de unas comunidades sobre otras, en vez de la dependencia directa del propio Estado cartaginés, como era habitual entre los púnicos.
Pero la interpretación de García Moreno tiene el enorme mérito de señalar las profundas diferencias entre el Bajo y el Alto Guadalquivir, en lo relativo a organización social, política y económica. Hay indicios claros de influencias fenicio-púnicas en estas poblaciones de la Baja Andalucía, como en la propia Asta Regia; indicios serían, por ejemplo, la existencia de lazos privilegiados entre las ciudades turdetanas de la región del Delta y las colonias semitas de extremo occidente, tal como habría que interpretar el texto de Estrabón (III,2,2) refiriéndose a Asta, cuando dice «Asta, donde los gaditanos tienen asambleas muy frecuentemente»; otro indicio sería la existencia en la misma Lascuta, en época republicana, de monedas libio-fenicias, escritas con alfabeto neopúnico, o el propio topónimo que acompaña a Asta, Regia, que recuerda los Zama Regia, Bulla Regia e Hippo Regius, como residencias de sos soberanos númidas (47). Esos indicios no aparecen, en modo alguno, en las regiones interiores de Andalucía Oriental. Por eso, la utilización de este documento epigráfico como prueba evidente de la organización social del mundo ibérico en las regiones del Alto Guadalquivir es totalmente inadecuada y totalmente carente de sentido. Seguramente, que la sociedad ibérica conociera alguna forma de dependencia o de servidumbre rural, probablemente sea una hipótesis de trabajo plausible, pero ni los textos clásicos, ni los datos arqueológicos disponibles en la actualidad pueden ser empleados de manera fiable, en aras de apoyar dicha aseveración.
Como conclusión final, podemos afirmar que, en base a la documentación actual, tanto histórica como arqueológica, es imposible delimitar las fronteras existentes entre los pueblos que poblaron Andalucía Oriental en tiempos ibéricos. Ni los textos reflejan nada, ni los elementos arqueológicos analizados (estructuras defensivas, torres o murallas, principalmente) nos han servido para avanzar en el problema de las fronteras. Tampoco el análisis del control del territorio o la dependencia de unos poblados indígenas sobre otros, como en el caso de la Turris Lascutana con respecto a Hasta Regia, permiten obtener mayores resultados que los que ya teníamos. En consecuencia, el problema de las fronteras en el mundo ibérico nos parece irresoluble, por el momento, por lo que las interpretaciones que desde el materialismo histórico se han hecho sobre estos problemas solo resultan de gran interés, como hipótesis interpretativas de carácter histórico, pero sin el apoyo de datos fehacientes y tangibles que puedan asegurarlas.
Granada, enero de 1998
Estructuras avanzadas de la muralla de cierre de la Mesa de Fornes, Granada. (© J.A. Pachón, 2015)
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NOTAS
(1) Aunque bastante conocida en los círculos arqueológicos, conviene recordar aquí su declaración de principios teóricos [RUIZ, A., et al., Arqueología en Jaén (Reflexiones desde un proyecto arqueológico no inocente), Jaén, Diputación Provincial, Jaén, 1986]
(2) Sobre todo desde la tesis de doctorado del propio Arturo Ruiz Rodríguez (RUIZ, A.: Poblamiento ibérico en el Alto Guadalquivir. Tesis Doctoral. Univ. Granada, 1978).Aunque la concreción de todas esas teorías en la arqueología ibérica se desarrollaron plenamente en RUIZ, A. y MOLINOS, M., Los Iberos. Análisis arqueológico de un proceso histórico, ed. Crítica, Barcelona, 1993. Trabajo donde se recogieron todas las investigaciones previas de los autores, así como del grupo de la Universidad de Jaén, sobre la temática de referencia.
(3) HERNANDO, A., “Enfoques teóricos en Arqueología”, Spal, 1 (1992), Sevilla, 1993, pp. 11-35.
(4) DOMÍNGUEZ, E. L., “La Verdad inexistente: Arqueología y reflexión filosófica”, Spal, 6 (1997), Sevilla, 1999, pp. 9-22; ORIA, M., “El estado de la Arqueología Clásica en España: propuestas para un debate necesario”, Spal, 8 (1999), Sevilla, 2000, pp. 9-19.
(5) GARCÍA, E., “Tras las huellas de Kant o sobre el ser y el conocer en Arqueología (ofrenda filosófica al profesor Vallespí”, Spal, 9 (2000), Sevilla, 2002., pp. 507-524.
(6) DOMÍNGUEZ, E. L., “Arqueología y territorio: de la ‘interpretación arqueológica’ al ‘dato histórico’, Spal, 10 (2001), Sevilla, 2002, pp. 109-122.
(7) Un análisis historiográfico sobre las nuevas tendencias puede aún seguirse en el todavía vigente trabajo de HERNANDO, A.: “Enfoques teóricos en Arqueología”, Spal, 1 (1992), Sevilla, 1993, pp. 11-35.
(8) En este sentido, las últimas medidas de protección, encomendadas al SEPRONA, están llegando, en muchos casos, tarde y no siempre en el volumen que requeriría tan constante deterioro.
(9) Los trabajos referentes al tema de fronteras han sido recogidos en el volumen trece del Coloquio sobre Arqueología Espacial, Teruel, 1989.
(10) Baste recordar la citada obra de RUIZ, A. y MOLINOS, M, (1992), referida en la nota 2 y comparar las diferencias fundamentales que entraña frente a la clásica publicación de ARRIBAS, A.: Los Iberos, ed. Aymá, S.A., Barcelona, 1965. Diferencias achacables a buena parte de los cambios producidos en la investigación protohistórica y prerromana peninsular, pero que no deben ocultar tampoco que, en muchos aspectos, esos cambios se asientan en enunciados apriorísticos que resultan difíciles de justificar con datos arqueológicos fiables y contrastables.
(11) Contrástese el contenido de nuestra ponencia: PASTOR, M., CARRASCO, J. y PACHÓN, J.A.: “Paleoetnología de Andalucía Oriental (Etnogeografía)”, en ALMAGRO-GORBEA, M, y RUIZ, G. (Eds.): Paleoetnología de la Península Ibérica. Complutum, 2-3. Madrid, 1992, pp. 119-136. (https://revistas.ucm.es/index.php/CMPL/article/viewFile/CMPL9292120119A/30034).
(12) ESCACENA, J.L.: “La etapa precolonial de Tartessos. Reflexiones sobre el «Bronce» que nunca existió”, Tartessos 25 años después (1968-1993), Jerez de la Frontera, 1995, pp. 179-214.
(13) ESCACENA, J.L.: “De la muerte de Tartessos. Evidencias en el registro poblacional”, Spal, 2 (1993), Sevilla, 1995, pp. 183-218.
(14) BELÉN, Mª, ESCACENA, J.L,, ANGLADA, R., JIMÉNEZ, A., PARDO, Mª R. y PASCUAL, A.: “Arquitectura de tradición fenicia en Carmona (Sevilla)”, Spal, 2 (1993), Sevilla, 1995, pp. 219-24; BELÉN, Mª,ANGLADA, R., ESCACENA, J.L,, JIMÉNEZ, A., LINEROS, R. y RODRÍGUEZ, I.: Arqueología en Carmona, Sevilla. Excavaciones en la Casa Palacio del Marqués del Saltillo, Colección Arqueología, Monografías, 2. Junta de Andalucía, Sevilla, 1997. ÍDEM: “Presencia e influencia fenicia en Carmona. El conjunto del Saltillo”, IV Congreso Internacional de Estudios Fenicios y Púnicos, vol. IV, Cádiz, 2000, pp. 1747-1761.
(15) BELÉN, Mª y ESCACENA, J.L.: “Acerca del horizonte de la Ría de Huelva. Consideraciones sobre el final de la Edad del Bronce en el Suroeste Iberido (sic)”, RUIZ GÁLVEZ, Mª L. (Ed.): Ritos de paso y puntos de paso. La Ría de Huelva en el mundo del Bronce Final europeo, Complutum Extra, 5, Madrid, 1995, pp. 85-113.
(16) Op. Cit. nota 2, pp. 119-126, especialmente.
(17) MORET, P. Les fortifications ibériques. De la fin de l’Âge du Bronze à la conquête romaine, Collection de la Casa de Velázquez, 56. Madrid, 1996. Obra que es el resultado editorial de la Tesis Doctoral que su autor presentara en la Sorbona, en 1992.
(18) MORET, P.: Op. Cit. passim, pp. 272-285.
(19) Puede servirnos de ejemplo la siguiente tesis doctoral centrada en época orientalizante, pero fácilmente extendible a los periodos que aquí se estudian (ROOS, A-M. : La sociedad de clases, la propiedad privada y el Estado en Tartesos. Una visión de su proceso histórico desde la arqueología del ‘Proyecto Porcuna’. Universidad de Granada, 1989).
(20) FORTEA, J. y BERNIER, J.: Recintos y fortificaciones ibéricos en la Bética, Salamanca, 1970, pp. 136 ss.).
(21) RUIZ, A, y MOLINOS, M.: “Poblamiento ibérico en la Campiña de Jaén. Análisis de una ordenación del territorio”, I Jornadas de Metodología de la Investigación Prehistórica, Soria, 1981 (1984), pp. 426-429.
(22) MONTILLA, S. et alii.: “Análisis de una frontera durante el horixonte ibérico en la depresión Priego-Alcaudete”, Arqueología Espacial, 13, Teruel, 1989, p. 147.
(23) MORET, P.: “Fortins, ‘tours d’Hannibal’ et fermes fortifiées dans le monde ibérique”, Mélanges de la Casa de Velázquez, XXVI (1), 1990, pp. 25-43.
(24) CHAPMAN, R.: La formación de las sociedades complejas. El sureste de la península ibérica en el marco del Mediterráneo occidental. Editorial Crítica. Barcelona, 1991.
(25) NOCETE, F.: “Jefaturas y territorio: una visión crítica”, Cuadernos de Prehistoria de la Universidad de Granada, 9 (1984), Secretariado de Publicaciones, Granada, 1988, p. 297. (http://revistaseug.ugr.es/index.php/cpag/article/view/1238/1428).
(26) Problema ya formulado hace, prácticamente, una década (MOLINOS, M..,RUIZ, A. y NOCETE, F.: “El poblamiento ibérico en la campiña del Alto Guadalquivir: proceso de formación y desarrollo de la servidumbre territorial”, I Congreso Peninsular de Historia Antigua, vol. II, Santiago de Compostela, 1988, pp. 79-88.
(27) ROOS, A. Mª: Op. Cit., nota 19.
(28) Una síntesis de estas cuestiones puede seguirse en RUIZ, A.: “Los Iberos y su espacio”, Los Iberos. Príncipes de Occidente, Catálogo de la Exposición, Barcelona, 1998, pp. 77-89.
(29) GARCÍA Y BELLIDO, A.: “Bandas y guerrillas en las luchas con Roma”, GARCÍA Y BELLIDO, A., THOMPSON, E.A., BARBERO, A., SCHTAJERMAN, E.M., VIGIL, M. y PRIETO, A.M.: Conflictos y estructuras sociales en la Hispania Antigua. Ed. Akal, Madrid, 1977, pp. 13-60.
(30) MORET, P.: Op. Cit., nota 17, pp. 282 ss.
(31) RUIZ, A. et alii.: “El poblamiento ibérico en el Alto Guadalquivir”, Iberos, Jaén, 1985, pp. 242 ss.; RUIZ, A.: “Etnogénesis de las poblaciones pre-romanas de Andalucía Oriental”, Paleoetnología de la Península Ibérica, Complutum, 2-3, Madrid, 1992, pp. 107 ss.; RUIZ, A. y MOLINOS, M.: “Fronteras: un caso del siglo VI a.n.e.”, Arqueología Espacial, 13, Teruel, 1989, pp. 128-129; ÍDEM: Op. Cit., nota 2, pp. 111 ss.
(32) BERNABÉ, J. et alii.: “Hipótesis sobre la organización del territorio edetano en época ibérica plena: el ejemplo del territorio de Edeta/Lliria”, Iberos, Jaén, 1985, pp. 137-156; BONET, H. y MATA, C.: “Las fortificaciones ibéricas en la zona central del País Valenciano”, Fortifications, Manresa, !990, pp. 24-31.
(33) RUIZ, A. y MOLINOS, M.: Op. Cit., nota 21, pp. 426 ss.; RUIZ, A.: “Ciudad y territorio en el poblamiento ibérico del Alto Guadalquivir”, Asentamientos ibéricos, Madrid, 1986, pp. 9-19.
(34) MOLINOS, M., RUIZ, A. y NOCETE, F.: “El poblamiento ibérico en la Campiña del Alto Guadalquivir: proceso de formación y desarrollo de la servidumbre territorial”, I Congreso Peninsular de Historia Antigua, vol. II, Santiago de Compostela, 1988, pp. 84 ss.
(35) MORET, P.: Op. Cit., nota 17, p. 282.
(36) MORET, P.: Op. Cit., nota 17, p. 283.
(37) RUIZ, A. y MOLINOS, M.: Op. Cit., nota 2, pp. 207 ss.
(38) ÍDEM: Op. Cit., nota 2, pp. 181 ss
(39) SANTOS, J.A.: “Reflexiones sobre la sociedad ibérica y el registro arqueológico funerario”, Archivo Español de Arqueología, 67. CSIC, Madrid, 1994, pp. 63-70.
(40) ÍDEM: Op. Cit. Supra, p. 69.
(41) MANGAS, J.. “Servidumbre comunitaria en la Bética prerromana”, Memorias de Historia Antigua, I. Oviedo, 1977, pp. 151-159.
(42) RUIZ, A. y MOLINOS, M.: “Tribus y ciudades: planteamiento de un sistema de contradicciones en la estructura del Estado de los pueblos ibéricos del Sur de la Península Ibérica”, Studia Historica, VI. Homenaje al prof. Marcelo Vigil, II. Salamanca, 1988, pp. 53-60.
(43) El texto de la inscripción es el siguiente: L. Aimilius L.f. impereirator decrevit / utei quei Hastensium servei / in Turri Lascutana habitarent / leiberei essent; agrum oppidumqu(e) / quod ea tempestate posedisent / item possidere habereque / iousit dum poplus senatusque / Romanus vellet. Act(um) in castreis / a D. XII k. Febr. (Cf. CIL, II, 5041; 12 614, ISL, 15; RICCOBBONO, Leges, p. 305; D’ORS, A.: Epigrafía jurídica de la España Romana, Madrid, 1953, pp. 349-352; HÜBNER, E.: “Ein Deret des L. Aemilius Paulus”, Hermes, 1869, pp. 243-253; RODRÍGUEZ DE BERLANGA, M.: Los Bronces de Lascuta, Bonanza y Aljustrel, Málaga, 1881, pp. 491 ss; SAUMAGE, Ch.: Le droit latin et les cités roamines sous lÈmpire, Paris, 1965, pp. 60-70; VIGIL, M.: Historia de España Alfaguara. Edad Antigua, I. Madrid, 1973, pp. 250-252; MARCO, F.: “La manumissio oficial de Emilio Paulo en el marco de la política internacional romana del siglo II a.C.”, Epigrafía hispánica de época romana republicana. Zaragoza, 1986, pp. 219 ss; HIDALGO, Mª J.: “El Bronce de Lascuta: un balance historiográfico”, Studia Historica - Historia Antigua, VII. Salamanca, 1989, pp. 59-65.
(44) SCHULTEN, A.: “Asta Regia”, Archivo Español de Arqueología, XIV, Madrid, 1940-41, pp. 214 ss: ESTEVE, M.: “Contribución al conocimiento de Asta Regia”, Miscelánea Arqueológica Jerezana. Centro de Estudios Históricos Jerezanos, 1941. Jerez, 1979, pp. 27-58; ÍDEM; “Las excavaciones de Asta Regia (Mesas de Asta, Jerez). Campañas 1949-1950 y 1955-1956", Centro de Estudios Jerezanos, 19, Jerez, 1962; ÍDEM: “Asta Regia, una ciudad tartésica”, V symposium Internacional de Prehistoria Peninsular (Jerez, 1968), Barcelona, 1969, pp. 11-118; ÍDEM: Historia de unas ruinas (Mesas de Asta, Jerez), Instituto de Estudios Gaditanos, Serie Argantonio, Jerez, 1971; FERREIRO, M.: “Asta Regia según los geógrafos antiguos”, Gades, 9, Cádiz, 1982, pp. 155-177; ÍDEM: “Inscripciones relativas a Aata Regia”, Gades, 11, Cádiz, 1983, pp. 85-104; GONZÁLEZ, R., BARRIONUEVO, F. y AGUILAR, L.: “Mesas de Asta, un centro indígena tartésico en los Estrechos del Guadalquivir”, Actas del Congreso Conmemorativo del V Symposium Inrternacional de Prehistoria Peninsular. Tartessos 25 años después. 1968-1993, Jerez de la Frontera, 1995, pp. 215-238.
(45) RODRÍGUEZ DE BERLANGA, M.: Op. Cit., nota 43, pp. 538 ss.
(46) GARCÍA, L.: “Sobre el decreto de Paulo Emilio y la Turis Lascutana”, Epigrafía hispánica de época romano-republicana (Zaragoza, 1983), Zaragoza, 1986, pp. 195-218.
(47) CAMPS, G.: “Massinisa ou les débuts de l’histoire”, Lybica, VIII, 1960, pp. 212 ss.
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